Acá no hay respuestas, en su lugar, hay demasiadas preguntas, algunas ideas y mucho reciclaje. Un ensayo catártico sobre por qué estamos hartos de esa palabra y por qué necesitamos volver a ella.
En Argentina la gente está cansada de escuchar, ver, leer malas noticias. Llamemos “malas noticias” a todas las situaciones que nos generan un obstáculo, un deterioro o directamente una crisis en nuestra vida material o social. Los sueldos siguen perdiendo contra la inflación, la violencia en la calle está en aumento, los gobernantes se la llevan toda y al mismo tiempo nos dicen que “no hay plata”. Tenemos que trabajar cada vez más para ganar cada vez menos y, encima, aparecen cada tanto enfermedades recargadas, guerras y la constante campanita ambiental que nos recuerda que el planeta no está mejor que nosotros. ¿Quién tendrá la culpa de todos nuestros males? ¿Será esa palabra que tanto cuesta decir por hoy? “La política” parece una mancha de suciedad repugnante que hace fruncir la nariz de cualquiera que la olfatee cerca suyo. Y es porque entendemos que es la causante de toda esta basura de vida que cargamos.
Pero, ¿qué viene a ser la política? ¿Qué cosas identificamos como políticas? ¿Dónde está eso que tanto peso le atribuimos y que pareciera factor fundamental de nuestras condiciones de existencia (o subsistencia)? Noto que cuando señalamos en nuestro día a día a “la política” la etiquetamos con nombres propios, acciones puntuales más allá o más acá de nuestro momento histórico, vemos grupos de personas concretas y coyunturales. Éste partido, aquel presidente, éste decreto, aquel juicio. Lo que hizo el rojo, lo que no hizo el azul. Eso parece que es la política en el sentido común: “A mi no me interesa la política porque son todos unos corruptos, le hicieron mucho daño al país”. Entonces, hay algo que no se condice: ¿Cómo puede ser que un factor tan decisivo para la posibilidad de nuestra vida, algo que creemos que define directamente sobre nuestra realidad material y social, sea, en sí misma, la fulana que está hoy en el gobierno y las acciones que realiza hoy? Si mañana la fulana se retira, ¿se jubila la política? ¿Mueren las posibilidades de sostener nuestra realidad? ¿Qué nos queda luego de un pésimo gobierno? ¿Nada?
Si creemos que la política usa corbata, hombreras y se sienta en el sillón de Rivadavia (además de tener un imaginario bastante machista de quienes gobiernan), creo que es un concepto inútil, un cascarón vacío. No solo es estéril y corto, se vuelve también un concepto peligroso; porque nos hace creer que ese poder de incidir en nuestra sociedad lo pueden ejercer sólo unos pocos personajes, que tienen entrevistas en la tele y coleccionan títulos suficientes como para saber exactamente qué necesita una nación. Si vos sos uno más del montón, no tenés un doctorado y encima no tenés un mango, no podés cambiar nada, no estás habilitado para hacer política.
Y de acá se desprende el diagnóstico: Creo que la enfermedad que está padeciendo hoy el concepto de política en Argentina –por hacer arbitrariamente la cuestión un caso nacional–, es que está olvidando la base, los fundamentos filosóficos de cuál es su razón de ser y sus objetivos sustanciales. Creo que podríamos coincidir en que la supervivencia, el bienestar y, si somos ambiciosos, la felicidad, son conceptos deseables por cualquier persona y, por lo tanto, que cualquier argentino, por su carácter de persona, es merecedor de tener garantizados. Si vemos a nuestro alrededor y en nosotros mismos que no estamos teniendo los aspectos básicos para tener una vida feliz, o por lo menos una vida digna, o ni siquiera una capacidad de supervivencia, nos preguntaremos: ¿Cómo hacemos para al menos garantizarnos la vida? Y desde allí, ¿cómo hacemos para vivir mejor?
Parece evidente que la opción individualista, que se sustenta en la engañosa autosuficiencia, queda descartada. Porque incluso el marginal ermitaño que vive en la montaña, segregado de todo contacto directo con otras personas, no podría mantener su existencia sin herramientas, suministros o conocimientos que hayan sido generados por otros humanos. Toda la historia de la especie humana nos ha demostrado que sobrevivimos gracias a la organización en sociedades. Otra cuestión que no hay que pasar por alto es que, si hemos sobrevivido como especie, es porque las comunidades han demostrado a lo largo de los siglos que son realmente capaces de generar métodos para garantizar la supervivencia y la vida digna de sus miembros. Hubo incontables modelos sociales, pero entendemos que sin la comunidad que coopera y se organiza no hay posibilidades de que vivamos, mucho menos de que vivamos bien. Por lo tanto, la opción viable será pensarnos como conformantes y conformados por lo común, aquello que excede lo que hace una o algunas personas particulares. Teniendo esto en cuenta, la reformulación de la pregunta sería: ¿Qué podemos hacer como sociedad (argentina) para que las personas que la conformamos vivamos, y vivamos bien?
Y ahí es cuando creo que empieza un verdadero debate y desarrollo de la política. Necesitamos objetivos claros, razones de ser, horizontes a los cuales aspirar. Una política que solo se mueve por la contingencia presente y se olvida de las bases y fundamentos de su existencia es como una costra seca, un cascarón vacío, un recubrimiento de algo que, en el fondo, está muerto. ¿Cómo algo muerto, seco y vacío podría ponerse al hombro el desafío de llegar a un mundo vivible? ¿Cómo algo tan débil, tan precario como un proyecto político basado en el presente contingente, en un presente susceptible de volar ante un repentino cambio del viento, puede bancarse la misión de construir algo tan contundente como un futuro de país?
Y, a propósito de hablar del futuro, creemos que la única política posible es la que hay o la que fue. Ojo, mirar atrás no es el problema, el problema no es la memoria, porque nuestro presente se sustenta sobre un pasado y sin memoria se recae en los mismos errores. El problema es atrasar. La nostalgia de las viejas recetas y las etiquetas arcaicas aplicadas a un mundo en constante cambio, un mundo con nuevas reglas y nuevos fenómenos, es un desperdicio. El fantasma que tanto te persigue es más producto de tu cabeza que otra cosa. La epidemia de la esquizofrenia que padecen los líderes políticos es un tema a analizar con más detalle. Hay una clara supresión de la imaginación y la creatividad para pensar la política, siendo cosas que parecen ineludibles cuando estamos buscando caminos alternativos que no vuelvan a caer en las trampas del pasado.
Por otra parte: padecemos las consecuencias de una política de la negatividad. Estamos creyendo y basando nuestros proyectos políticos en lo que no hay que hacer. Nos obsesionamos con diferenciarnos, con destruir y con cerrar caminos en vez de proponer nuevos y definir lo que sí queremos lograr. Porque, al fin y al cabo, creemos que la política es el funcionario de turno o la decisión que tomó el gobierno hoy. A mí me gusta pensar a la política como una fuerza positiva de “hacer algo”, para construir, para transformar nuestras condiciones de vida en unas más dignas, más compatibles con lo humano. Si partimos de ese principio, la visión se reacomoda y dejamos de intentar destruirnos entre rojos y azules y empezamos a darnos cuenta que lo realmente importante es encontrar las formas de alcanzar esos objetivos fundamentales, esas bases. La fórmula perfecta no existe, ahí es cuando comienzan las diferencias y las infinitas opciones de caminos a seguir. Pero ese camino no puede desvirtuarse en algo que olvide el rector de toda acción política: la vida y el bienestar de todas las personas. A la política se la combate con más y mejor política.
De nuevo, hay que volver –en el buen sentido, en el filosófico, no en el nostálgico chicato–: ¿Qué es lo que realmente queremos? ¿Qué es lo que esperamos de la política? Tal vez, hacernos estas preguntas nos ayude a limpiar un poco la cabeza, reordenarla y dejar de pensar que la política la hacen quienes que andan entre edificios imponentes de oficinas lujosas y empezaremos a entenderla más cercana a nosotros mismos. Entenderemos que, a veces, no hace falta tener la potestad de cambiar la realidad compleja de un país, sino que desde donde estamos –el trabajo, la facultad, la escuela, el barrio– podemos pensar en cómo hacer un poco más ameno nuestro tránsito y el de quienes nos rodean.
Lamento para quien le siga pesando la palabra o la siga sintiendo sucia, pero creo que el llamado a frenar, para pensar y cuestionarse, es tal vez el primer acto político.