Se cumplen dos años del aniversario en que la Selección Argentina de Futbol tocó el cielo en Qatar, y siempre es buen momento para recordar lo que nos dejó ese mundial.
NO ME PIDAS QUE NO VUELVA A INTENTAR
En nuestro país, pocas cosas se valoran tanto como el volver a intentar. Pero este camino nunca es sencillo. Lo saben bien aquellos que, aun tras recibir puteadas, críticas y deseos de que no vuelvan, son los primeros en ponerse de nuevo al pie del cañón. Y lo hacen para defender a quienes, en algún momento, los señalaron como amargos o pecho fríos. Hace dos años, ese eco de mal augurio que rodeaba a la Selección Argentina de Fútbol pareció encontrar su punto final. Después de aquel “Somos todos Montiel, Gonzalo vamos…” (ya conocen el resto), el mundo parece ser un poquito más justo.
Dirán que decir esto es exagerado, porque hablar de justicia en el deporte es como buscar objetividad en una opinión. ¿Pero a quien le importa la objetividad en estos momentos?: si había una selección que merecía ser campeona era esta. ¿Cómo no iba a merecerlo un grupo de pibes que, en su mayoría, vivieron como hinchas esos años en los que la selección no ganaba nada? ¿Cómo no iban a merecerlo los pibes que veían a sus ídolos desde la tele y soñaban con poder darles una mano para lograr eso que tanto anhelaba un país?
Y obviamente ¿Cómo no iba a merecerlo el jugador que, habiéndolo ganado todo, tenía un deseo pendiente?: Ese título que trasciende lo individual y simboliza la gloria compartida, el que levantaron Kempes y Maradona. Esa copa que es más que oro: es el cielo en la tierra. Porque levantar esos 6 kilos con 175 gramos significaba cargar con el peso de los sueños y esperanzas de un país entero.
UNA LECCIÓN INESPERADA
Imaginense llegar a un mundial después de ser campeón de la Copa América, habiendo ganado a Brasil en su casa, cerrando unas eliminatorias sin perder ningún partido, y que tu primer rival sea Arabia Saudita. Obviamente todos festejamos cuando en el sorteo la bolilla se abrió y en el papel estaba el nombre de ese país asiático desconocido futbolísticamente, ¿qué podría salir mal? Bueno… ya sabemos la respuesta.
Fue en ese momento cuando el mal augurio regresó, cuando las dudas se instalaron de nuevo y empezaron a buscarse culpables, dentro y fuera de la cancha. Nadie encontraba una explicación lógica para lo que acababa de suceder. Era surrealista levantarse a las 7 de la mañana con las ilusiones intactas y, casi 2 horas después, ver un 2-1 en contra que nadie había imaginado. Con los campeones de América perdidos, el rumbo debía recuperarse. Y quien iba a ser sino el capitán quien tomara las riendas. Si bien todos sabemos que Messi es mágico, sus palabras no hubieran podido ser más precisas ni con una bola de cristal: “Que la gente confíe, este grupo no la va a dejar tirada”
LAS PIEZAS DE UN CAMPEON
Un equipo es un sistema: montones de piezas que tienen que estar todas ensambladas perfectamente, cada una en un lugar y momento específico cumpliendo determinadas funciones, para alcanzar un objetivo en particular. Sin querer dejar de lado a ninguno de esos 26 jugadores que nos representaron en Qatar, pero desde el lado de un simple hincha en el sillón, hay algunos nombres, ciertas piezas, que no olvidaremos nunca.
Porque cuando parecía que todo se venía abajo, había un loco entre los tres palos que nos sacaba una risa nerviosa con sus bailes tras atajar penales. En el tarot, el loco es el 22; pero en Argentina, el loco lindo llevaba la 23: Damián Emiliano “Dibu” Martínez.
Había también un joven delantero, con marcas de acné que hablaban de su juventud, con ganas y hambre de gloria. Un número 9 que no paró de correr en todo el torneo, un delantero que le decían araña, que no paró de picar y que se tejió un lugar en la historia: Julián Álvarez. Acompañándolo, estaba un ex compañero de River, que en la mitad de la cancha llevaba la camiseta número 24. Un chico que llegó al Mundial con tan solo 21 años y habiendo jugado un puñado de minutos con la Selección. Un confianzudo, porque apenas pisó la cancha se animó a todo, como si conociera a sus compañeros de toda la vida. Tal vez recuerden una emotiva carta escrita por un hincha luego del retiro momentáneo de Messi en 2016, que decía: “Mirémonos al espejo y preguntémonos si nos exigimos a nosotros mismos el 1% de lo que le exigimos a este muchacho al que ni siquiera conocemos”. Esa carta estaba firmada por un tal Enzo Fernández, quien terminó siendo el mejor jugador joven de ese mundial.
Como dijimos, no queremos olvidarnos de nadie. Que no los nombremos no significa olvidarlos, ya que nos hicieron emocionar de la misma manera. Pero vamos a cerrar este apartado mencionando a una persona para la cual cualquier definición resulta insuficiente, cualquier palabra queda pequeña, y cualquier halago se siente mínimo. Porque lo que hizo nuestro capitán, el mejor jugador del mundo y de la historia de este deporte, dejó una huella imborrable. Cada uno llevará lo que hizo el 10 en su memoria para siempre. Si tenemos que quedarnos con alguna reflexión, quedémonos con la que hizo la periodista Sofi Martinez luego de pasar a la final, y concluimos de la misma manera: Muchas gracias capitán.
YA ESTÁ, SOMOS CAMPEONES
Cuando escuchamos el famoso “¡Somos todos Montiel, Gonzalo vamos…!”, muchos nos quedamos congelados. Algunos no pudimos gritar, otros rompimos en llanto, y más de uno se arrodilló en el piso, con la sensación de que algo más debía pasar. No podía ser que ya todo hubiese terminado… ¿o sí?
Los gestos de Messi tras el partido lo decían todo. Ese “ya está, ya está”, con las manos apuntando al cielo, no eran solo palabras: eran una liberación. No había más lugar para las mufas ni para las críticas que lo habían perseguido por años. Habíamos dejado atrás Arabia Saudita, México, Polonia, Australia, Países Bajos, Croacia y, finalmente, a los franceses. También quedaron atrás los penales, los árbitros, los memes y el pelotazo de Paredes al banco de Holanda que desató una batalla que aún recordamos.
¿Y cómo olvidar los momentos que hoy se convierten en estampas icónicas de este camino? La pelea con Weghorst, el épico “¿Qué mirás, bobo? Andá pa’ allá”, que quedó grabado en la historia del Mundial, representando a una selección argentina que iba a por todo.
Cómo olvidar a un Messi que muchos decían que se había maradonizado, pero que en realidad era un Messi al 100 por ciento. Cada una de estas escenas fue escribiendo una historia que jamás olvidaremos: la historia de los campeones del mundo.
Todo se cerró cuando vimos a Messi alzar la Copa del Mundo, con el bisht negro tradicional que le colocaron en los hombros. Ese instante, en el que la Copa descansaba en sus manos, fue mucho más que un título: fue un acto de justicia poética.
Y mientras Messi elevaba la copa, Argentina se convirtió en una sola voz. Las calles se llenaron de hinchas que cantaban, lloraban y abrazaban a desconocidos como si se conocieran de toda la vida. En todas las plazas del país, las banderas ondeaban como nunca, los bombos marcaban el pulso de la fiesta, y en los barrios se escuchaban bocinas y fuegos artificiales que resonaron hasta el otro día. En ese momento, no había grietas ni diferencias: éramos todos Argentina, eramos todos campeones del mundo.
Luego de dos años solo nos queda decir gracias. Porque este equipo no solo ganó un título, unió generaciones, curó viejas heridas y nos recordó, una vez más, por qué el fútbol es mucho más que un deporte.
Salud y gracias, campeones del mundo.